El sosegado paseo entre la cuna y las raíces de Castilla ha de empezar, por necesidad, en Las Merindades. Y en su capital, Villarcayo, a la que los mapas y la historia apellidan 'de Merindad de Castilla la Vieja'. En esta villa, próspera por sus arraigadas industrias agroalimentarias y servicios, arranca una carretera que se adentra en lo más íntimo de la comarca.
Los nombres de los pueblos nos llevan a rememorar otros tiempos en los que la vida rural era el común denominador de esta tierra: Cigüenza, Escaño, Escanduso, Salazar, Brizuela... para llegar a Puentedey. En este pueblo se ha detenido el tiempo. El Nela, el generoso río Nela, ha perforado la roca sobre la que se sustenta su caserío. Miles de siglos han sido los obreros y las aguas fértiles herramientas con las que han arañado la piedra caliza hasta convertirla en el más bello puente natural jamas construido por mano divina o por mano humana. De ahí su nombre: Puentedey... el puente de Dios.
Quién sabe que fuerza telúrica, que dios imaginario ordenó que allí naciera... pero lo hizo. Puentedey es la antesala de un terruño mágico, de uno de esos llamado 'lugares de poder' donde no se sabe que sabio de cuento de hadas hizo desaparecer un río, otro río, el Guareña, bajo la roca... Aún Puentedey está en Merindad de Valdeporres. Unos pocos kilómetros más allá, en la frontera natural de la cascada de La Mea, entramos en la Merindad de Sotosocueva: Quintanilla Valdebodres, con la puerta de entrada al Infierno en su surgencia del Pozo del Diablo; Cogullos; Ahedo de Linares... son poblados que anuncian el paraje de Ojo Guareña; el complejo kárstico más largo de Europa.
Ese curso de agua, el Guareña, se despeña decenas de metros al fondo de la cueva después de recorrer la senda que abrió el valle durante millones de años para recrear un escenario en el que el espectáculo de la vida se representa cada segundo. Contemplándolo, en ese anfiteatro natural de la roca, las encinas y quejigos son espectadores de lujo de esta grandiosa tragicomedia.
Hasta las raíces
Desde este paraje se accede a la cuna de la Guardia Real, Espinosa de los Monteros, antesala de los valles pasiegos de los que nos encargaremos otra semana. Por Torme accedemos a El Crucero para llegar a la recia Medina de Pomar, en otro tiempo -y en este también- un lugar de convivencia de varias culturas. Reflejo queda de ello en su magnífico Alcázar, hoy Museo Histórico de Las Merindades. Entre la ciudad de Medina y Trespaderne encontramos una curiosa construcción, el Castillo de Cebolleros. Aún está en obras y creado con piedras de río. Espectacular por su originalidad. Trespaderne nos acerca a la ciudad más pequeña del mundo: Frías.
La ciudad de Frías está asentada sobre una enorme roca de toba presidida por su castillo que nunca hay que dejar de visitar. Las vistas de la ciudad desde lo más alto de la fortaleza son uno de los regalos visuales más impresionantes que el ojo humano ha podido tener. Sus casas colgadas, sus empinadísimas callejuelas medievales y su entorno hacen sosegar las almas.
Y hay más. Y es que Frías es engreída. ¡Que pequeña y cuanta belleza! Y la ciudad lo sabe. Por eso aparece lozana a la vuelta de la curva de Tobera, su barrio más antiguo.
Una cabra baja del alto rocoso de toba a comer de la mano de los visitantes. Lo sabe. Cada vez que oye murmullo, baja. Y recorre los riscos en busca de una hierba que triscar o del trozo de bocadillo que un insensato dejó sobre la roca.
Allí está la ermita de Tobera, la cascada, el mirador... compitiendo en belleza con su cercana Frías. Estamos tocando raíces de Castilla. De Frías a Oña, la villa que respira un ambiente medieval en recuerdo de aquel año 1011 en que se fundó el Monasterio por el abad San Íñigo. Y de allí a la villa salinera, cuna del más ilustre naturalista de esta España y que con decir su nombre de pila lo decimos todo, Poza es la cuna de Félix. La villa presume de salinas y de museo de la radio; de callejuelas en las que es difícil aparcar un coche y de monte agreste con castillo incluido. Y cada lugar recuerda al médico y naturalista hasta lo más alto del monte.
El sol se pone. La luz ya es escasa. El atardecer adormece a los molinos de viento de lo más alto del páramo. Y la noche cae. No sé cuando volverá a amanecer tras cuatro lunas llenas. Fin del trayecto.

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Correo de Burgos

26 de Noviembre de 2011